Un globero en la prueba ciclista más bella
Durante una semana, este periodista se disfraza de ciclista para participar en la Transpyr, recorrer los Pirineos desde el cantábrico hasta el Mediterráneo, y tratar de entender las motivaciones de los cicloturistas
Dicen que con el paso de los años regresamos a nuestros primeros amores. Si he de recordar uno en mi adolescencia, ese sería el amor por la bicicleta. Fue una pasión, una ilusión permanente, inmutable, consciente y absoluta. Sencillamente, entre los 13 y los 22 años, fui todo lo feliz que uno puede ser. Yo no dejé de ser ciclista de competición: el ciclismo me dejó a mí. Que quede claro. Que quede también claro, de paso, que no gané una sola carrera y que era más bien malo. Hizo falta algo de tiempo y mucha fortuna hasta que di con un recambio a su altura. Pero las pasiones son tercas y ahora, cumplidos los 50, he regresado a los pedales... para aterrizar en un mundo en plena mutación, un mundo que apenas reconozco, aunque en esencia sea el mismo. Volver a montar en bici tras años de ninguneo estaba bien, pero necesitaba un aliciente, descartada obviamente la posibilidad de competir. Pregunté aquí y allá y muchos señalaron la Transpyr, una prueba organizada que recorre el Pirineo desde su costa cantábrica hasta la mediterránea. De Saint Jean de Luz a Roses, como un viaje fabuloso y como una de las pruebas mejor organizadas y planteadas que existe. Según National Geographic, es una de las 10 mejores pruebas de estas características que existe. También me dijeron que era una de las más duras. De hecho, los organizadores no la califican como ‘prueba’ sino como ‘misión’, justo lo que yo precisaba, por mucho que el término tenga connotaciones un tanto religiosas. Cuando llamé a uno de los organizadores, Oriol Sallent, y le propuse que me invitase para escribir un diario, me preguntó si andaba a menudo en bici. Le conté mi pasado ciclista, 30 años atrás, y se hizo al otro lado de la línea uno de esos silencios que llamamos embarazosos. Muy elegantemente, Oriol, me sugirió la posibilidad de participar en la modalidad de bici eléctrica. Sentí su idea como una bofetada enguantada a mi ego, pero rápidamente pensé que hace falta ser muy estúpido para que el ego dicte algo en la vida de un cincuentón, así que acepté de inmediato su oferta. De prestarme la bici se encargaría Orbea y de vestirme, Deporvillage, otro de los patrocinadores de la prueba. Porque si algo he comprobado a mi regreso al mundo de las dos ruedas es que uno no puede salir a rodar de cualquier manera. Es decir, las bicicletas han de ser buenas o muy buenas, el vestuario digno de los corredores profesionales y los complementos de altura. Las apariencias importan, y mucho. Miré mi vieja bicicleta, mis zapatillas compradas hace 15 años, los maillots flojos, el casco de época y pedí ayuda: no podía ir con pintas de globero además de con bici eléctrica, segundo sacrilegio. De no ser por la bici con asistencia que le delata a uno, nadie hubiese podido pensar hoy en la salida en San Juan de Luz, que soy un auténtico globero, término que resulta increíblemente difícil de definir. Para ajustar el significado del término, recurro a Antonio Alix, ex triatleta, siempre ciclista y comentarista pluridisciplinar de Eurosport. De entrada, Antonio avisa: es imposible definir el término, que es casi tan viejo como el ciclismo. En mi época de corredor, los globeros eran los que no competían. Evenepoel, Pogacar, Van Aert, Van der Poel... no son globeros, como no lo son el resto de profesionales, élite, sub 23, etc. “Pero es que a uno se le puede llamar globero por muchos motivos: porque va de punta en blanco y con bici de 12.000 euros y no anda ni para atrás. O porque anda como un avión y va con harapos y las pierna sin depilar”, aclara Alix. El colmo, según esta escala de valores, es andar menos que un bote a patadas e ir con aspecto desaliñado.
El hábito no hace al monje, pero entre pedalear con una bici eléctrica y llevar un coulotte bien acolchado (algunos cuestan más de 200 euros) o montar sobre un hierro y colocar las posaderas sobre una badana de cuero, hay un abanico enorme en la escala del sufrimiento. En mi época, dicho sea de paso, no se decía ‘sufrir’ sino ‘pasar miseria’.
La Transpyr arrancaba hoy desde una de las localidades más deseadas del País Vasco francés: San Juan de Luz, donde Jean de Rivière, técnico en el departamento de turismo de los Pirineos Atlánticos, se muestra entusiasmado con la presencia de la Transpyr: “Es un evento que conecta perfectamente con el momento de cambio profundo que vivimos en lo referente al turismo. Hasta ahora, nuestras playas eran el principal reclamo, pero ahora hemos visto que debemos diversificar para tener el turismo que realmente nos interesa y para no acabar, por ejemplo, siendo como Venecia. Ahora miramos hacia el interior, hacia las montañas, hacia el escenario donde vivieron y aún viven nuestros pastores”, argumenta. Desde las playas de san Juan de Luz y alrededores, solo se ven montañas amables, verdes, redondeadas, un escenario que el turismo local (a ambos lados de la frontera) no ha sabido explotar. Hay vida más allá de las ciudades faro, los pintxos y el cantábrico, reivindican ahora los técnicos de turismo asustados ante la idea de convertir su pequeño paraíso en un infierno de consumismo sin sentido.
La Transpyr son siete etapas de montaña, cerca de 800 kilómetros dando tumbos arriba y abajo, 19.000 metros positivos de desnivel y muchas horas para rodar en compañía o en la más absoluta de las soledades. No es una carrera, aunque para los amantes de los ránkings existen tramos cronometrados. La mayoría de los participantes con los que uno se ha cruzado circulan más preocupados por acabar enteros que por jugar a las carreras y, todos, destacan la postal de ésta primera etapa que ha concluido en Saint Jean Pied de Port: sería preciso ser poeta para describir acertadamente tanta serenidad y belleza. Aquí, uno puede pasar media día perdido entre valles retorcidos y colinas amontonadas y acabar el día cenando en la parte vieja, junto a la ciudadela, de un enclave de cuento a los pies de Roncesvalles.
La organización de la Transpyr te hace sentir como si fueses un corredor del Tour: te llevan baterías de recambio a los puntos de avituallamiento, recogen y dejan tus enseres en los hoteles, tienen masajistas, mecánicos, servicio de limpieza para las bicis, furgonetas para los traslados, servicios que atienden tanto a los que viajan en bici de montaña como a los que lo hacen por carretera hasta sumar más de 250 inscritos. “El perfil de nuestros participantes es una persona de entre 35 y 50 años, ciclista, que tiene experiencia en otras pruebas similares, con profesiones liberales y un nivel económico y sociocultural medio o alto. Tenemos desde directores generales o altos cargos hasta profesores... El 40 % son extranjeros de todo el planeta y el resto principalmente catalanes, vascos, madrileños, valencianos...”, explica Oriol Sallent. Mi primer compañero de habitación (como en el Tour) es chileno y repite experiencia. Asegura no conocer ninguna otra prueba más bella y mejor organizada. ¿Su motivación? Aplicar a la bicicleta lo que aplica a su trabajo: ponerse un objetivo y alcanzarlo, sin llegar el primero, pero siempre llegando. ¿Mi motivación? Una mañana de invierno, mientras circulábamos por las carreteras de Gipuzkoa hacia la salida de una carrera de juveniles, nos cruzamos con un pelotón de globeros que parecían ir al límite de sus posibilidades. Mi entrenador los miró pasar y concluyó: “ahí van los frustrados”. Nadie dijo nada, pero jamás he olvidado su apreciación. Así que mi motivación será disfrutar sin fijarme en lo que hace el resto, como un legendario ciclista amateur que, yendo escapado con varios minutos escalando el Tourmalet en una de las pruebas más prestigiosas del calendario, se paró en una curva a admirar el paisaje. Cuando su director, histérico, le abroncó desde el coche exigiendo razones, le contestó: “Tengo que ver bien todo esto, por si no regreso nunca”.
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20-07-2023
Meta: cada cual se queda con lo que puede y quiere
Durante una semana, este periodista se disfraza de ciclista para participar en la Transpyr, recorrer los Pirineos desde el cantábrico hasta el Mediterráneo, y tratar de entender las motivaciones de los cicloturistas
Dicen que con el paso de los años regresamos a nuestros primeros amores. Si he de recordar uno en mi adolescencia, ese sería el amor por la bicicleta. Fue una pasión, una ilusión permanente, inmutable, consciente y absoluta. Sencillamente, entre los 13 y los 22 años, fui todo lo feliz que uno puede ser. Yo no dejé de ser ciclista de competición: el ciclismo me dejó a mí. Que quede claro. Que quede también claro, de paso, que no gané una sola carrera y que era más bien malo. Hizo falta algo de tiempo y mucha fortuna hasta que di con un recambio a su altura. Pero las pasiones son tercas y ahora, cumplidos los 50, he regresado a los pedales… para aterrizar en un mundo en plena mutación, un mundo que apenas reconozco, aunque en esencia sea el mismo. Volver a montar en bici tras años de ninguneo estaba bien, pero necesitaba un aliciente, descartada obviamente la posibilidad de competir. Pregunté aquí y allá y muchos señalaron la Transpyr, una prueba organizada que recorre el Pirineo desde su costa cantábrica hasta la mediterránea. De Saint Jean de Luz a Roses, como un viaje fabuloso y como una de las pruebas mejor organizadas y planteadas que existe. Según National Geographic, es una de las 10 mejores pruebas de estas características que existe. También me dijeron que era una de las más duras. De hecho, los organizadores no la califican como ‘prueba’ sino como ‘misión’, justo lo que yo precisaba, por mucho que el término tenga connotaciones un tanto religiosas. Cuando llamé a uno de los organizadores, Oriol Sallent, y le propuse que me invitase para escribir un diario, me preguntó si andaba a menudo en bici. Le conté mi pasado ciclista, 30 años atrás, y se hizo al otro lado de la línea uno de esos silencios que llamamos embarazosos. Muy elegantemente, Oriol, me sugirió la posibilidad de participar en la modalidad de bici eléctrica. Sentí su idea como una bofetada enguantada a mi ego, pero rápidamente pensé que hace falta ser muy estúpido para que el ego dicte algo en la vida de un cincuentón, así que acepté de inmediato su oferta. De prestarme la bici se encargaría Orbea y de vestirme, Deporvillage, otro de los patrocinadores de la prueba. Porque si algo he comprobado a mi regreso al mundo de las dos ruedas es que uno no puede salir a rodar de cualquier manera. Es decir, las bicicletas han de ser buenas o muy buenas, el vestuario digno de los corredores profesionales y los complementos de altura. Las apariencias importan, y mucho. Miré mi vieja bicicleta, mis zapatillas compradas hace 15 años, los maillots flojos, el casco de época y pedí ayuda: no podía ir con pintas de globero además de con bici eléctrica, segundo sacrilegio. De no ser por la bici con asistencia que le delata a uno, nadie hubiese podido pensar hoy en la salida en San Juan de Luz, que soy un auténtico globero, término que resulta increíblemente difícil de definir. Para ajustar el significado del término, recurro a Antonio Alix, ex triatleta, siempre ciclista y comentarista pluridisciplinar de Eurosport. De entrada, Antonio avisa: es imposible definir el término, que es casi tan viejo como el ciclismo. En mi época de corredor, los globeros eran los que no competían. Evenepoel, Pogacar, Van Aert, Van der Poel… no son globeros, como no lo son el resto de profesionales, élite, sub 23, etc. “Pero es que a uno se le puede llamar globero por muchos motivos: porque va de punta en blanco y con bici de 12.000 euros y no anda ni para atrás. O porque anda como un avión y va con harapos y las pierna sin depilar”, aclara Alix. El colmo, según esta escala de valores, es andar menos que un bote a patadas e ir con aspecto desaliñado.
El hábito no hace al monje, pero entre pedalear con una bici eléctrica y llevar un coulotte bien acolchado (algunos cuestan más de 200 euros) o montar sobre un hierro y colocar las posaderas sobre una badana de cuero, hay un abanico enorme en la escala del sufrimiento. En mi época, dicho sea de paso, no se decía ‘sufrir’ sino ‘pasar miseria’.
La Transpyr arrancaba hoy desde una de las localidades más deseadas del País Vasco francés: San Juan de Luz, donde Jean de Rivière, técnico en el departamento de turismo de los Pirineos Atlánticos, se muestra entusiasmado con la presencia de la Transpyr: “Es un evento que conecta perfectamente con el momento de cambio profundo que vivimos en lo referente al turismo. Hasta ahora, nuestras playas eran el principal reclamo, pero ahora hemos visto que debemos diversificar para tener el turismo que realmente nos interesa y para no acabar, por ejemplo, siendo como Venecia. Ahora miramos hacia el interior, hacia las montañas, hacia el escenario donde vivieron y aún viven nuestros pastores”, argumenta. Desde las playas de san Juan de Luz y alrededores, solo se ven montañas amables, verdes, redondeadas, un escenario que el turismo local (a ambos lados de la frontera) no ha sabido explotar. Hay vida más allá de las ciudades faro, los pintxos y el cantábrico, reivindican ahora los técnicos de turismo asustados ante la idea de convertir su pequeño paraíso en un infierno de consumismo sin sentido.
La Transpyr son siete etapas de montaña, cerca de 800 kilómetros dando tumbos arriba y abajo, 19.000 metros positivos de desnivel y muchas horas para rodar en compañía o en la más absoluta de las soledades. No es una carrera, aunque para los amantes de los ránkings existen tramos cronometrados. La mayoría de los participantes con los que uno se ha cruzado circulan más preocupados por acabar enteros que por jugar a las carreras y, todos, destacan la postal de ésta primera etapa que ha concluido en Saint Jean Pied de Port: sería preciso ser poeta para describir acertadamente tanta serenidad y belleza. Aquí, uno puede pasar media día perdido entre valles retorcidos y colinas amontonadas y acabar el día cenando en la parte vieja, junto a la ciudadela, de un enclave de cuento a los pies de Roncesvalles.
La organización de la Transpyr te hace sentir como si fueses un corredor del Tour: te llevan baterías de recambio a los puntos de avituallamiento, recogen y dejan tus enseres en los hoteles, tienen masajistas, mecánicos, servicio de limpieza para las bicis, furgonetas para los traslados, servicios que atienden tanto a los que viajan en bici de montaña como a los que lo hacen por carretera hasta sumar más de 250 inscritos. “El perfil de nuestros participantes es una persona de entre 35 y 50 años, ciclista, que tiene experiencia en otras pruebas similares, con profesiones liberales y un nivel económico y sociocultural medio o alto. Tenemos desde directores generales o altos cargos hasta profesores… El 40 % son extranjeros de todo el planeta y el resto principalmente catalanes, vascos, madrileños, valencianos…”, explica Oriol Sallent. Mi primer compañero de habitación (como en el Tour) es chileno y repite experiencia. Asegura no conocer ninguna otra prueba más bella y mejor organizada. ¿Su motivación? Aplicar a la bicicleta lo que aplica a su trabajo: ponerse un objetivo y alcanzarlo, sin llegar el primero, pero siempre llegando. ¿Mi motivación? Una mañana de invierno, mientras circulábamos por las carreteras de Gipuzkoa hacia la salida de una carrera de juveniles, nos cruzamos con un pelotón de globeros que parecían ir al límite de sus posibilidades. Mi entrenador los miró pasar y concluyó: “ahí van los frustrados”. Nadie dijo nada, pero jamás he olvidado su apreciación. Así que mi motivación será disfrutar sin fijarme en lo que hace el resto, como un legendario ciclista amateur que, yendo escapado con varios minutos escalando el Tourmalet en una de las pruebas más prestigiosas del calendario, se paró en una curva a admirar el paisaje. Cuando su director, histérico, le abroncó desde el coche exigiendo razones, le contestó: “Tengo que ver bien todo esto, por si no regreso nunca”.
20-07-2023
“Somos unos pijos” o la cultura del vestuario ciclista como forma de distinción
Durante una semana, este periodista se disfraza de ciclista para participar en la Transpyr, recorrer los Pirineos desde el cantábrico hasta el Mediterráneo, y tratar de entender las motivaciones de los cicloturistas
Dicen que con el paso de los años regresamos a nuestros primeros amores. Si he de recordar uno en mi adolescencia, ese sería el amor por la bicicleta. Fue una pasión, una ilusión permanente, inmutable, consciente y absoluta. Sencillamente, entre los 13 y los 22 años, fui todo lo feliz que uno puede ser. Yo no dejé de ser ciclista de competición: el ciclismo me dejó a mí. Que quede claro. Que quede también claro, de paso, que no gané una sola carrera y que era más bien malo. Hizo falta algo de tiempo y mucha fortuna hasta que di con un recambio a su altura. Pero las pasiones son tercas y ahora, cumplidos los 50, he regresado a los pedales… para aterrizar en un mundo en plena mutación, un mundo que apenas reconozco, aunque en esencia sea el mismo. Volver a montar en bici tras años de ninguneo estaba bien, pero necesitaba un aliciente, descartada obviamente la posibilidad de competir. Pregunté aquí y allá y muchos señalaron la Transpyr, una prueba organizada que recorre el Pirineo desde su costa cantábrica hasta la mediterránea. De Saint Jean de Luz a Roses, como un viaje fabuloso y como una de las pruebas mejor organizadas y planteadas que existe. Según National Geographic, es una de las 10 mejores pruebas de estas características que existe. También me dijeron que era una de las más duras. De hecho, los organizadores no la califican como ‘prueba’ sino como ‘misión’, justo lo que yo precisaba, por mucho que el término tenga connotaciones un tanto religiosas. Cuando llamé a uno de los organizadores, Oriol Sallent, y le propuse que me invitase para escribir un diario, me preguntó si andaba a menudo en bici. Le conté mi pasado ciclista, 30 años atrás, y se hizo al otro lado de la línea uno de esos silencios que llamamos embarazosos. Muy elegantemente, Oriol, me sugirió la posibilidad de participar en la modalidad de bici eléctrica. Sentí su idea como una bofetada enguantada a mi ego, pero rápidamente pensé que hace falta ser muy estúpido para que el ego dicte algo en la vida de un cincuentón, así que acepté de inmediato su oferta. De prestarme la bici se encargaría Orbea y de vestirme, Deporvillage, otro de los patrocinadores de la prueba. Porque si algo he comprobado a mi regreso al mundo de las dos ruedas es que uno no puede salir a rodar de cualquier manera. Es decir, las bicicletas han de ser buenas o muy buenas, el vestuario digno de los corredores profesionales y los complementos de altura. Las apariencias importan, y mucho. Miré mi vieja bicicleta, mis zapatillas compradas hace 15 años, los maillots flojos, el casco de época y pedí ayuda: no podía ir con pintas de globero además de con bici eléctrica, segundo sacrilegio. De no ser por la bici con asistencia que le delata a uno, nadie hubiese podido pensar hoy en la salida en San Juan de Luz, que soy un auténtico globero, término que resulta increíblemente difícil de definir. Para ajustar el significado del término, recurro a Antonio Alix, ex triatleta, siempre ciclista y comentarista pluridisciplinar de Eurosport. De entrada, Antonio avisa: es imposible definir el término, que es casi tan viejo como el ciclismo. En mi época de corredor, los globeros eran los que no competían. Evenepoel, Pogacar, Van Aert, Van der Poel… no son globeros, como no lo son el resto de profesionales, élite, sub 23, etc. “Pero es que a uno se le puede llamar globero por muchos motivos: porque va de punta en blanco y con bici de 12.000 euros y no anda ni para atrás. O porque anda como un avión y va con harapos y las pierna sin depilar”, aclara Alix. El colmo, según esta escala de valores, es andar menos que un bote a patadas e ir con aspecto desaliñado.
El hábito no hace al monje, pero entre pedalear con una bici eléctrica y llevar un coulotte bien acolchado (algunos cuestan más de 200 euros) o montar sobre un hierro y colocar las posaderas sobre una badana de cuero, hay un abanico enorme en la escala del sufrimiento. En mi época, dicho sea de paso, no se decía ‘sufrir’ sino ‘pasar miseria’.
La Transpyr arrancaba hoy desde una de las localidades más deseadas del País Vasco francés: San Juan de Luz, donde Jean de Rivière, técnico en el departamento de turismo de los Pirineos Atlánticos, se muestra entusiasmado con la presencia de la Transpyr: “Es un evento que conecta perfectamente con el momento de cambio profundo que vivimos en lo referente al turismo. Hasta ahora, nuestras playas eran el principal reclamo, pero ahora hemos visto que debemos diversificar para tener el turismo que realmente nos interesa y para no acabar, por ejemplo, siendo como Venecia. Ahora miramos hacia el interior, hacia las montañas, hacia el escenario donde vivieron y aún viven nuestros pastores”, argumenta. Desde las playas de san Juan de Luz y alrededores, solo se ven montañas amables, verdes, redondeadas, un escenario que el turismo local (a ambos lados de la frontera) no ha sabido explotar. Hay vida más allá de las ciudades faro, los pintxos y el cantábrico, reivindican ahora los técnicos de turismo asustados ante la idea de convertir su pequeño paraíso en un infierno de consumismo sin sentido.
La Transpyr son siete etapas de montaña, cerca de 800 kilómetros dando tumbos arriba y abajo, 19.000 metros positivos de desnivel y muchas horas para rodar en compañía o en la más absoluta de las soledades. No es una carrera, aunque para los amantes de los ránkings existen tramos cronometrados. La mayoría de los participantes con los que uno se ha cruzado circulan más preocupados por acabar enteros que por jugar a las carreras y, todos, destacan la postal de ésta primera etapa que ha concluido en Saint Jean Pied de Port: sería preciso ser poeta para describir acertadamente tanta serenidad y belleza. Aquí, uno puede pasar media día perdido entre valles retorcidos y colinas amontonadas y acabar el día cenando en la parte vieja, junto a la ciudadela, de un enclave de cuento a los pies de Roncesvalles.
La organización de la Transpyr te hace sentir como si fueses un corredor del Tour: te llevan baterías de recambio a los puntos de avituallamiento, recogen y dejan tus enseres en los hoteles, tienen masajistas, mecánicos, servicio de limpieza para las bicis, furgonetas para los traslados, servicios que atienden tanto a los que viajan en bici de montaña como a los que lo hacen por carretera hasta sumar más de 250 inscritos. “El perfil de nuestros participantes es una persona de entre 35 y 50 años, ciclista, que tiene experiencia en otras pruebas similares, con profesiones liberales y un nivel económico y sociocultural medio o alto. Tenemos desde directores generales o altos cargos hasta profesores… El 40 % son extranjeros de todo el planeta y el resto principalmente catalanes, vascos, madrileños, valencianos…”, explica Oriol Sallent. Mi primer compañero de habitación (como en el Tour) es chileno y repite experiencia. Asegura no conocer ninguna otra prueba más bella y mejor organizada. ¿Su motivación? Aplicar a la bicicleta lo que aplica a su trabajo: ponerse un objetivo y alcanzarlo, sin llegar el primero, pero siempre llegando. ¿Mi motivación? Una mañana de invierno, mientras circulábamos por las carreteras de Gipuzkoa hacia la salida de una carrera de juveniles, nos cruzamos con un pelotón de globeros que parecían ir al límite de sus posibilidades. Mi entrenador los miró pasar y concluyó: “ahí van los frustrados”. Nadie dijo nada, pero jamás he olvidado su apreciación. Así que mi motivación será disfrutar sin fijarme en lo que hace el resto, como un legendario ciclista amateur que, yendo escapado con varios minutos escalando el Tourmalet en una de las pruebas más prestigiosas del calendario, se paró en una curva a admirar el paisaje. Cuando su director, histérico, le abroncó desde el coche exigiendo razones, le contestó: “Tengo que ver bien todo esto, por si no regreso nunca”.
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